Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. Juan 1:14
La Trinidad y la Encarnación van a la par. La doctrina de la Trinidad afirma que el hombre llamado Jesús es verdaderamente divino; la de la Encarnación afirma que el Jesús divino es verdaderamente humano. Juntas, proclaman la realidad plena del Salvador que presenta el Nuevo Testamento, que vino desde junto al Padre, cumpliendo la voluntad de éste, para convertirse en el sustituto de los pecadores en la cruz (Mateo 20:28; 26:36–46; Juan 1:29; 3:13–17; Romanos 5:8; 8:32; 2 Corintios 5:19–21; 8:9; Filipenses 2:5–8).
Un acontecimiento decisivo para la confesión de la doctrina de la Encarnación por parte de la Iglesia tuvo lugar en el Concilio de Calcedonia (año 451), cuando la Iglesia se opuso tanto a la idea nestoriana de que Jesús tenía dos personalidades—el hijo de Dios y un hombre—bajo la misma piel, como a la idea eutiquiana de que la divinidad de Jesús había absorbido por completo su humanidad. Al rechazar ambas ideas, el Concilio afirmó que Jesús es una persona divino-humana en dos naturalezas (esto es, con dos conjuntos de capacidades para la experiencia, la expresión, la reacción y la acción), y que las dos naturalezas están unidas en su ser personal sin mezcla, confusión, separación ni división, y que cada una de las dos naturalezas retuvo sus propios atributos. En otras palabras, todas las cualidades y los poderes que hay en nosotros, al mismo tiempo que todas las cualidades y los poderes que hay en Dios estaban, están y estarán por siempre presentes de manera real y distinta en la persona del hombre de Galilea. Así es como la fórmula de Calcedonia reafirma la humanidad plena del Señor de los cielos en términos categóricos.
La Encarnación, el misterioso milagro que se halla en el corazón mismo del cristianismo histórico, es central en el testimonio del Nuevo Testamento. Es asombroso que los judíos hayan llegado a una creencia así. Ocho de los nueve escritores del Nuevo Testamento, discípulos originales de Jesús, eran judíos, instruidos en el axioma judío de que sólo hay un Dios, y de que ningún ser humano es divino. Sin embargo, todos enseñan que Jesús es el Mesías de Dios, el hijo de David ungido por el Espíritu que había prometido el Antiguo Testamento (por ejemplo, Isaías 11:1–5; Jristós, “Cristo”, es el equivalente griego a la palabra “Mesías”). Todos lo presentan en el triple papel de maestro, encargado de llevar el pecado del mundo, y soberano: profeta, sacerdote y rey. Y en otras palabras, todos insisten en que se debe adorar a Jesús el Mesías y confiar personalmente en Él, lo cual equivale a decir que es tan Dios como hombre. Observe los cuatro teólogos más magistrales del Nuevo Testamento (Juan, Pablo, el escritor de Hebreos y Pedro) hablan de esto.
El Nuevo Testamento prohíbe adorar a los ángeles (Colosenses 2:18; Apocalipsis 22:8–9); en cambio, ordena que se adore a Jesús y se centra continuamente en el Salvador y Señor divino-humano, como el objeto adecuado de la fe, la esperanza y el amor aquí y ahora. Una religión a la que le falten estos énfasis no es cristianismo. No nos equivoquemos al respecto.
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