1. La autoridad final: La Biblia.
Dos columnas distinguían a la Iglesia Cristiana Primitiva de cualquier otro sistema religioso. La primera concernía al fundamental problema de la autoridad. En dicha Iglesia sólo existía una autoridad final: la Biblia, la Sagrada Escritura. Esto se desprende claramente de la enseñanza de Jesús, de Pablo y de la totalidad del Nuevo Testamento.
2. El acceso a Dios: únicamente a través del Señor Jesucristo.
La otra columna de la Iglesia primitiva que la diferenciaba de todos los demás sistemas religiosos era su respuesta a la pregunta: ¿Cómo allegarse a Dios? Si Dios existe y es santo, perfectamente santo, vivimos en un universo moral. Si Dios no existe o si es amoral o imperfecto, vivimos al fin en un universo relativo en cuanto a lo moral. Por otra parte, si Dios es perfecto, y mantiene su total perfección, entonces, como es obvio que ningún hombre es moralmente perfecto, todos ellos estarían condenados. Lo único que resolvería este dilema, verdaderamente básico, acerca de si el universo es moral o amoral, sería la enseñanza de la Biblia y la Iglesia primitiva. Tal enseñanza fue que Dios nunca hace descender el nivel de sus normas, que exige perfección y que por tanto es completamente moral, pero que en el amor de Dios vino Jesucristo como Salvador, y llevó a cabo una obra definitiva en la cruz, de manera que el hombre ya puede acercarse al Dios totalmente santo y perfecto, apoyado en esta obra perfecta y consumada, por la fe y sin obras humanas relativas.
Así, cualquier elemento humanista y egoísta es destruido.
Así pues, las dos columnas distintivas de la primitiva iglesia era un combinado y completo golpe para el humanismo. La autoridad quedaba fuera de la mudable jurisdicción humana, y así el acceso personal de cada individuo al Dios enteramente santo se basaba, no en los relativos actos morales o religiosos del hombre, sino en la absoluta y definitiva obra (y por ser Él Dios, infinita) de Jesucristo. Todo esto hacía que el hombre fuera arrancado del centro del universo donde había intentado situarse a sí mismo cuando se rebeló contra Dios en la histórica caída en el Edén, y destruía al humanismo atacándolo en el mismísimo corazón.
Tomado de:
Francis A. Schaeffer. La fe de los humanistas.
(1912-1984).
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