1. Debemos darnos cuenta del estado tan peligroso en que se encuentran algunas personas que profesan ser cristianas
“Sin la cual (la santidad) nadie verá al Señor” (He.12.14). ¡Cuánta religión hay, pues, que no sirve para nada! ¡Cuán grande es el número de personas que van a la iglesia, a las capillas y que sin embargo andan por el camino que lleva a la destrucción! Esta reflexión es terriblemente aplastante, abrumadora. ¡Oh, si los predicadores y los maestros abrieran sus ojos y se dieran cuenta de la condición de las almas a su alrededor! ¡Oh, si las almas pudieran ser persuadidas a “huir de la ira que vendrá”! Si las almas no santificadas pudieran ir al cielo; la Biblia no sería verdadera. ¡Pero la Biblia es verdad y no puede mentir! Sin la santidad nadie verá al Señor.
2. Asegurémonos de nuestra propia condición…
… y no descansemos hasta que veamos en nosotros los frutos de la santificación. ¿Cuáles son nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestras elecciones, nuestras inclinaciones? Esta es la gran pregunta. Poco valor tiene lo que podamos desear y esperar en la hora de la muerte; ahora es cuando debemos analizar nuestros deseos. ¿Qué somos ahora? ¿Qué hacemos? ¿Se ven en nosotros los frutos de la santificación? De no ser así, la culpa es nuestra.
Si deseamos verdaderamente la santificación, el curso a seguir es claro y sencillo: debemos empezar con Cristo. Debemos acudir a El tal como somos, como pecadores. Debemos presentarle nuestra extrema necesidad; debemos entregar nuestras almas a El por la fe, para así poder obtener la paz y la reconciliación con Dios. Debemos ponernos en sus manos, tal como lo hacemos con el buen médico, y suplicar su gracia y su misericordia. No esperemos a poder traer y ofrecer algo en nuestras manos. El primer paso para la santificación, al igual que para la justificación, es acudir a Cristo por fe.
3. No esperemos demasiadas cosas de nuestros propios corazones
Aun en los mejores momentos, encontraremos en nosotros mismos motivos suficientes para una profunda humillación, y descubriremos que en todo momento somos deudores de la gracia y la misericordia que sobre nosotros es derramada. A medida que aumente nuestra visión espiritual más nos daremos cuenta de nuestra imperfección. Eramos pecadores cuando empezamos, y pecadores nos veremos a medida que vayamos avanzando. Sí, pecadores regenerados, perdonados y justificados, pero pecadores hasta el último momento de nuestras vidas. La perfección absoluta de nuestras almas todavía habrá de estar por delante, y la expectación de la misma debería ser una gran razón para hacernos desear más y más el cielo.
4. Si deseamos crecer en la santidad, debemos acudir continuamente a Cristo
Debemos ir a El tal como hicimos al principio de nuestra vida espiritual. El es la cabeza de la cual cada miembro recibe el alimento (Ef. 4.16). Debemos vivir diariamente la vida de fe en el Hijo de Dios, y proveernos diariamente de su plenitud para nuestras necesidades de gracia y fortaleza. Aquí se encierra el gran secreto de una vida de santificación ascendente. Los creyentes que no hacen progreso alguno en la santificación y parecen haberse estancado, sin duda alguna es porque descuidan la comunión con Jesús, y en consecuencia contristan al Espíritu Santo. Aquél que en la noche antes de la crucifixión oró al Padre con aquellas palabras de: “Santificalos en tu verdad”, está infinitamente dispuesto a socorrer a todo creyente que por la fe acuda a El en busca de ayuda.
5. En el último lugar, nunca nos avergoncemos de dar demasiada importancia al tema de la santificación…
… y de nuestros deseos de conseguir una elevada santidad. Por más que algunos se contenten con unos logros muy pobres y miserables y otros no se avergüencen de vivir vidas que no son santas, mantengámonos nosotros en las sendas antiguas y sigamos adelante en pos de una santidad eminente. He aquí la manera de ser realmente felices.
Por más que digan ciertas personas, debemos convencernos de que la santidad es felicidad; y la persona que vive más felizmente en esta tierra es la persona más santificada. Sin duda hay cristianos verdaderos que, como resultado de una salud débil, o de pruebas familiares, o alguna otra causa secreta, no parecen gozar de mucho consuelo, y con suspiros prosiguen su peregrinar al cielo; pero estos no son casos muy abundantes. Por regla general podemos decir que los creyentes santificados son las personas más felices de la tierra. Gozan de un sólido consuelo que el mundo no puede dar ni quitar. “Sus caminos (los de la sabiduría) son caminos deleitosos”. “Mucha paz tienen los que aman tu ley”. “… mi yugo es fácil y ligera mi carga”. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Pr. 3.17; Sal. 119.165; Mt. 11.30; Is. 48.22).
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