El tema que tenemos por delante es de una importancia tan vasta y profunda, que requiere delimitaciones propias, defensa, claridad, y exactitud. Para despejar la confusión doctrinal (que por desgracia tanto abunda entre los cristianos) y para dejar bien sentadas las verdades bíblicas sobre el tema que nos ocupa, daré a continuación una serie de proposiciones sacadas de la Escritura, las que son muy útiles para una exacta definición de la naturaleza de la santificación.
Esta unión se establece a través de la fe. ”… el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto…” (Jn. 15.5). El pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la vid. Ante los ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no tiene valor alguno. La fe que no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente no es mejor que el creer de la forma en que lo hacen los demonios: es una fe muerta, no es el don de Dios, no es la fe de los elegidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una fe real en Cristo. La verdadera fe obra por el amor, y es movida por un profundo sentimiento de gratitud por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para su Señor y le hace sentir que todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus pecados no es suficiente. Al que mucho se le ha perdonado, mucho ama. El que ha sido limpiado con Su sangre, anda en luz. Cualquiera que tiene una esperanza viva y real en Cristo se purifica, como El también es limpio (Stg. 2.17-20; Tit. 1.1; Gá. 5.6; 1 Jn. 1.7; 3.3).
2. La santificación es el resultado y la consecuencia inseparable de la regeneración
El que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que pretende haber sido regenerada y que, sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las Escrituras descartan tal concepto de regeneración. Claramente nos dice San Juan que el que “ha nacido de Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y vence al mundo” (1 Jn. 2.29; 3.9-15; 5.4-18). En otras palabras, si no hay santificación, no hay regeneración; sino se vive una vida santa, no hay un nuevo nacimiento. Quizá para muchas mentes estas palabras sean duras pero, lo sean o no, lo cierto es que constituyen la simple verdad de la Biblia. Se nos dice en la Escritura que el que ha nacido de Dios, “no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios” (1 Jn.3.9).
3. La santificación constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora en el creyente
La presencia del Espíritu Santo en el creyente es esencial para la salvación. “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Ro. 8.9). El Espíritu nunca está dormido o inactivo en el alma: siempre da a conocer su presencia por los frutos que produce en el corazón, carácter y vida del creyente. Nos dice San Pablo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá. 5.22-23). Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero allí donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte espiritual delante de Dios.
Al Espíritu se lo compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que notamos que hay viento por sus efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así podemos descubrir la presencia del Espíritu en una persona por los efectos que produce en su vida y conducta. No tiene sentido decir que tenemos el Espíritu si no andamos también en el Espíritu (Gá. 5.25). Podemos estar bien seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el Espíritu Santo. La santificación es el sello que el Espíritu Santo imprime en los creyentes. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Ro.8.14).
4. La santificación constituye la única evidencia cierta de la elección de Dios
Los nombres y el número de los elegidos son secretos que Dios en su sabiduría no ha revelado al hombre. No nos ha sido dado en este mundo el hojear el libro de la vida para ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara en lo que a la elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas santas. Expresamente se nos dice en las Escrituras que son “elegidos… en santificación del Espíritu…” “escogidos… para salvación, mediante la santificación por el Espíritu…” “… los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo…” “… nos escogió… antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos…”. De ahí que cuando Pablo vio “la obra de fe” y el “trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los creyentes de Tesalónica, podía concluir: “Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (1 P. 1.2; 2 Ts. 2.13; Ro. 8.29; Ef. 1.4; 1Ts.1.3-4).
Si alguien se gloría de ser uno de los elegidos de Dios y, habitualmente y a sabiendas, vive en pecado, en realidad se engaña a sí mismo, y su actitud viene a ser una perversa injuria a Dios. Naturalmente, es difícil conocer lo que una persona es en realidad, pues muchos de los que muestran apariencia de religiosidad, en el fondo no son más que empedernidos hipócritas. De todos modos podemos estar seguros de que, si no hay evidencias de santificación, no hay elección para salvación.
5. La santificación es algo que siempre se deja ver
“Porque cada árbol se conoce por su fruto” (Lc. 6.44). La humildad del creyente verdaderamente santificado puede ser tan genuina que en sí mismo no vea más que enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, no se dé cuenta de que su rostro resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el creyente verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las alabanzas de su Maestro: “… ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos…?” (Mt. 25.37). Ya sea que el mismo lo vea o no, lo cierto es que los otros siempre verán en él un tono, un gusto, un carácter y un hábito de vida, completamente distinto de los de los demás hombres. El mero suponer que una vida pueda ser “santa” sin una vida y obras que lo acrediten, sería un absurdo, un disparate. Una luz puede ser muy débil, pero aunque sólo sea una chispita, en una habitación oscura se la verá. La vida de una persona puede ser muy exigua, pero aún así se percibirá el débil latir del pulso. Lo mismo sucede con una persona santificada: su santificación será algo que se verá y se hará sentir, aunque a veces ella misma no pueda percatarse de ello. Un “santo” en el que sólo puede verse mundanalidad y pecado es una especie de monstruo que no se conoce en la Biblia.
6. La santificación es algo por lo que el creyente es responsable
Y aquí no se me entienda mal. Sostengo firmemente que todo hombre es responsable delante de Dios; en el día del juicio los que se pierdan no tendrán excusa alguna; todo hombre tiene poder para “perder su propia alma” (Mt. 16.26). Pero también sostengo que los creyentes son responsables (y de una manera eminente y peculiar) de vivir una vida santa; esta obligación pesa sobre ellos. Los creyentes no son como las demás personas (muertas espiritualmente), sino que están vivos para Dios, y tienen luz, conocimiento y un nuevo principio en ellos. Si no viven vidas de santidad, ¿de quién es la culpa? ¿A quién podemos culpar, si no a ellos mismos? Dios les ha dado gracia y les ha dado una nueva naturaleza y un nuevo corazón; no tienen, pues, excusa para no vivir para Su alabanza. Este es un punto que se olvida con mucha frecuencia. La persona que profesa ser cristiana, pero adopta una actitud pasiva, y se contenta con un grado de santificación muy pobre (si es que aún llega a tener eso) y fríamente se excusa con aquello de que “no puede hacer nada”, es digna de compasión, pues ignora las Escrituras. Estemos en guardia contra esta noción tan errónea. Los preceptos que la Palabra de Dios dirige e impone a los creyentes, se dirigen a éstos como seres responsables y que han de rendir cuentas. Si el Salvador de pecadores nos ha dado una gracia renovadora, y nos ha llamado por su Espíritu, podemos estar seguros de que es porque El espera que nosotros hagamos uso de esta gracia y no nos echemos a dormir. Muchos creyentes “contristan al Espíritu Santo” por olvidarse de esto y viven vidas inútiles y desprovistas de consuelo.
7. La santificación admite grados y se desarrolla progresivamente
Una persona puede subir uno y otro peldaño en la escala de la santificación, y ser más santificada en un período de su vida que en otro. No puede ser más perdonada y justificada que cuando creyó, aunque puede ser más consciente de estas realidades. Los que sí puede es gozar de más santificación, por cuanto cada una de las gracias del Espíritu en su nuevo carácter y naturaleza, son susceptibles de crecimiento, desarrollo y profundidad. Evidentemente, este es el significado de las palabras del Señor Jesús cuando oró por sus discípulos: “Santifícalos en tu verdad”; y también del apóstol Pablo por los tesalonicenses: “y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (Jn. 7.17; 1Ts. 5.23). En ambos casos la expresión implica la posibilidad de crecimiento en el proceso de la santificación. Pero no encontramos en la Biblia una expresión como “justifícales” con referencia a los creyentes, por cuanto éstos no pueden ser más justificados de los que en realidad ya han sido. No se nos habla en la Escritura de una imputación de santificación, tal como creen algunas personas; esta doctrina es fuente de equívocos y conduce a consecuencias muy erróneas. Además, es una doctrina contraria a la experiencia de los cristianos más eminentes. Estos, a medida que progresan más en su vida espiritual y en la proporción en que andan más íntimamente con Dios, ven más, conocen más, sienten más a Dios (2 P.3.18; 1 Ts.4.1).
8. La santificación depende, en gran parte, del uso de los medios espirituales
Por la palabra “medios” me refiero a la lectura de la Biblia, la oración privada, la asistencia regular a los cultos de adoración, el oír la predicación de la Palabra de Dios y la participación regular de la Cena del Señor. Debo decir, como bien se comprenderá, que todos aquellos que de una manera descuidada y rutinaria hacen uso de estos medios, no harán muchos progresos en la vida de santificación. Y, por otra parte, no he podido encontrar evidencia de que ningún santo eminente jamás descuidara estos medios; y es que estos medios son los canales que Dios ha designado para que el Espíritu Santo supla al creyente con frescas reservas de gracia para perfeccionar la obra que un día empezó en el alma. Por más que se me tilde de legalista en este aspecto, me mantengo firme en lo dicho: “sin esfuerzo no hay provecho”. Antes esperaría una buena cosecha de un agricultor que sembró sus campos pero nunca los cuidó, que ver frutos de santificación en un creyente que ha descuidado la lectura de la Biblia, la oración y el Día del Señor. Nuestro Dios obra a través de los medios.
9. La santificación puede seguir un curso ascendente aun en medio de grandes conflictos y batallas interiores
Al usar las palabras conflicto y batalla, me refiero a la contienda que tiene lugar en el corazón del creyente entre la vieja y la nueva naturaleza, entre la carne y el espíritu (Gá. 5.17). Una percepción profunda de esta contienda, y el consiguiente agobio y consternación que se derivan de la misma, no es prueba de que un creyente no crezca en la satisfacción. ¡No! Por el contrario, son síntomas saludables de una buena condición espiritual. Estos conflictos prueban que no estamos muertos, sino vivos. El cristiano verdadero no sólo tiene paz de conciencia, sino que también tiene guerra en su interior, se lo conoce por su paz, pero también por su conflicto espiritual. Al decir y afirmar esto no me olvido de que estoy contradiciendo los puntos de vista de algunos cristianos que abogan por una “perfección sin pecado”. Pero no puedo evitarlo. Creo que lo que digo está bien confirmado por lo que nos dice Pablo en el capítulo séptimo de su Epístola a los Romanos. Ruego a mis lectores que estudien atentamente este capítulo y que se den cuenta de que no describe la experiencia de un hombre inconverso, o de un cristiano vacilante y todavía joven en la fe, sino que hace referencia a la experiencia de un viejo santo de Dios que vivía en íntima comunión con Dios. Sólo una persona así podía decir: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7.22).
Creo, además, que lo que he dicho viene confirmado también por la experiencia de los siervos de Cristo más eminentes de todos los tiempos. Prueba de esto la encontrarmos en sus diarios, en sus autobiografías y en sus vidas. Y no porque tengamos este continuo conflicto interno, hemos de pensar que la obra de la santificación no tiene lugar en nuestras vidas. La liberación completa del pecado la experimentaremos, sin duda, en el cielo; pero nunca la gozaremos mientras estemos en el mundo. El corazón del mejor cristiano, aún en el momento de más alta santificación, es terreno donde acampan dos bandos rivales, algo así como “la reunión de dos campamentos” (Cnt. 6.13). Pero, como decía aquel santo hombre de Dios, Rutheford: “La guerra del diablo es mejor que la paz del diablo”.
10. La santificación, aunque no justifica al hombre, agrada a Dios
Aun las acciones más santas del más santo de los creyentes de todos los tiempos están más o menos llenas de defectos e imperfecciones. Cuando no son malas en sus motivos, los son en su ejecución; y de por sí, delante de Dios, no son más que “pecados espléndidos” que merecen su ira y su condenación.
Sería absurdo suponer que tales acciones pueden pasar sin censura por el severo juicio de Dios y obtener méritos para el cielo. “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado”; “Concluímos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Ro. 3.20-28). La única justicia se halla en nuestro Representante y Sustituto, el Señor Jesús. Su obra y no la nuestra, es la que nos da título de acceso al cielo. Por esta verdad deberíamos estar dispuestos a morir.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, la Biblia enseña que las acciones santas de un creyente santificado, aunque imperfectas, son agradables a los ojos de Dios: “… porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13.16). “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor (Col. 3.20). “(Nosotros) hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Jn. 3.22). No nos olvidemos nunca de esta doctrina tan consoladora. De la misma manera en que el padre se complace en los esfuerzos de su pequeño al coger una margarita o en su hazaña de andar solo de un extremo al otro de la habitación, así se complace nuestro Padre en las acciones tan pobres de sus hijos creyentes. Dios mira el motivo, el principio, la intención de sus acciones, y no la cantidad o cualidad de las mismas. Considera a los creyentes como miembros de su propio Hijo querido, y por amor al mismo se complace en las acciones de su pueblo.
11. La santificación nos será absolutamente necesaria en el gran día del juicio como testimonio de nuestro carácter cristiano
A menos que nuestra fe haya tenido efectos santificadores en nuestra vida, de nada servirá en aquel día el que digamos que creíamos en Cristo. Una vez que comparezcamos delante del gran trono blanco, y los libros sean abiertos, tendremos que presentar evidencia. Sin la evidencia de una fe real y genuina en Cristo, nuestra resurrección será para condenación; y la única evidencia que satisfará al Juez será la santificación. Que nadie se engañe sobre este punto. Si hay algo cierto sobre el futuro, es la realidad de un juicio; y si hay algo cierto sobre este juicio, es que las “obras” y “hechos” del hombre serán examinados (Jn. 5.29; 2 Co. 5.10; Ap. 20.13).
12. La santificación es absolutamente necesaria como preparación para el cielo
La mayoría de los hombres piensan ir al cielo al morir; pero pocos se detienen a considerar si en verdad gozarían yendo allí. El cielo es, esencialmente, un lugar santo; sus habitantes son santos y sus ocupaciones son santas. Es claro y evidente que para ser felices en el cielo debemos pasar por un proceso educativo aquí en la tierra que nos prepare y capacite para entrar. La noción de un purgatorio después de la muerte, que convertirá a los pecadores en santos, es algo que no encontramos en la Biblia; es una invención del hombre. Para ser santos en la gloria, debemos ser santos en la tierra. Esta creencia tan común, según la cual lo que una persona necesita en la hora de la muerte es solamente la absolución y el perdón de los pecados, es en realidad una creencia vana e ilusoria. Tenemos tanta necesidad de la obra del Espíritu Santo como de la de Cristo; necesitamos tanto de la justificación como de la santificación. Es muy frecuente oir decir a personas que yacen en el lecho de muerte: “Yo sólo deseo que el Señor me perdone mis pecados, y me dé descanso eterno”. Pero los que dicen esto se olvidan de que para poder gozar del descanso celestial se precisa un corazón preparado para gozarlo. ¿Qué haría una persona no santificada en el cielo, suponiendo que pudiera entrar? Fuera de su ambiente, una persona no puede ser realmente feliz. Cuando el águila sea feliz en la jaula, el cordero en el agua, la lechuza ante el brillante sol de mediodía y el pez sobre la tierra seca, entonces, y sólo entonces, podríamos suponer que la persona no santificada será feliz en el cielo.1
He presentado estas doce proposiciones sobre la santificación con la firme persuasión de que son verdaderas, y pido a todos los lectores que las mediten seriamente. Todas, y cada una de ellas, podrían ser desarrolladas más ampliamente, y quizá algunas podrían ser discutidas, pero sinceramente dudo de que alguna de ellas pudiera ser descartada y eliminada como errónea. Con respecto a todas ellas pido un estudio justo e imparcial. Creo, con toda mi conciencia, que estas proposiciones podrán ayudarnos a conseguir nociones más claras sobre la santificación.
1 N. de los E.: La idea del autor, sin duda presentada en forma incompleta, no excluye de la posibilidad de salvación a aquellos que puedan entregar su vida en los momentos previos a su muerte. Lo que desea resaltar es que a la vida eterna no se ingresa con la mera “oración de recibir a Cristo”, sino que este acto debe conllevar el hecho de comenzar una nueva vida sujeta al señorío de Cristo, dure esta uno o diez millones de minutos, lo que en verdad, solo queda reservado al conocimiento y decisión divinos.
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